El periodista del "Express Writer" Kevin Scanlon recuerda entusiasmado su experiencia 12 años atrás a bordo del Orient Express durante la presentación del álbum "Brother where you bound".

Imagínate que eres un reportero saturado de trabajo que consigue un bien merecido descanso laboral. ¿Qué es lo que podría hacerte volver al trabajo? Yo pondría el listón muy alto: pasar un día con uno de los más grandes grupos de rock mundiales y una copa de champán sin fondo.

Allí estaba yo, en el Orient Express junto a la banda de rock Supertramp. Cuando el tren salió de París aquella agradable noche de primavera de hace doce años, cincuenta periodistas y los miembros del grupo nos sentamos a cenar en un vagón restaurante que sólo habíamos visto en las películas. Y a medida que el champán corría (y nunca dejaba de correr), el nivel acústico alcanzó un punto en el que el resto de los pasajeros llegaron a plantearse algún que otro "asesinato en el Orient Express".

La mitad del tren estaba ocupada por matrimonios ricos que celebraban un numéricamente significativo aniversario de bodas. Habían incluido en sus maletas sus mejores vestidos de etiqueta y habían pagado dos mil dólares por un viaje en tren de veintidós horas. No les hacía ninguna gracia tener a bordo a Supertramp y su séquito de clase baja.

El pelotón de reporteros que nos habíamos colado en el Orient Express atentaba contra el código que prohíbe "pantalones vaqueros y otra ropa informal", un reglamento que nunca había contemplado las estrechas corbatas de cuero y las chaquetas de varios tonos que aquella noche pasaron por formales.

¿Mi mayor sorpresa? Los miembros del grupo estaban muy lejos de la imagen de sexo, drogas y rock and roll que uno podía esperarse. Eran el tipo de gente con la que a nadie le importaría viajar a solas de París a Venecia en el tren más grande del mundo.

Bob Siebenberg, el batería americano, estaba muy atareado buscando en el International Herald Tribune del día anterior noticias de su querido equipo Los Angeles Dodgers. Le importaba poco estar atravesando Suiza, Austria y el norte de Italia.

El bajista escocés Dougie Thomson, que ya no forma parte del grupo, hacía reír a los británicos a pesar de que su acento convertía casi todos los chistes en indescifrables puzzles verbales para todos los que éramos de este lado del Atlántico.

El cantante y líder del grupo Rick Davies demostraba su ingenio entrando en el vagón cafetería, repleto de hombres vestidos de etiqueta y mujeres en trajes de noche, y diciéndole al camarero "¿Me invitas a una cerveza? Me gasté todo el dinero en el billete".

Después de una remojada cena, invadimos el vagón cafetería, muy antiguo y forrado de madera, donde Davies se sentó al gran piano, desalojando rápidamente a un señor con canas que había estado tocando la vieja canción Feelings.

Sobre las dos de la mañana los viajeros de pago se fueron a la cama, dejando el vagón cafetería a una bulliciosa multitud que permaneció allí hasta el amanecer mientras John Helliwell tocaba el saxo y Davies el piano.

A la mañana siguiente, demasiado temprano después de habernos acostado tan tarde, algunos reporteros con resaca hicieron varias entrevistas a los alegres miembros de la banda, lo cual me hizo despertar de la ilusión de que el periodismo es el paradigma de la
vida dura.

"Pensamos que aunque a la gente no le gustase Supertramp, sí les gustaría ir a Venecia", contestó Davies cuando le preguntaron por la curiosa presentación de su álbum de 1985 Brother Where You Bound. "Es agradable para la prensa, algo poco habitual".

Más tarde, cuando entrábamos en Zurich, varios periodistas británicos se quejaron de lo limpia que estaba Suiza. "Parece como si hubieran pasado la aspiradora por la noche", gruñía Chris Frew, un escocés frenético que escribía en Variety con el que compartía habitación. "Prefiero viajar por Italia, que está un poco más desaliñada".

Haciendo caso a sus quejas, un par de británicos entraron rápidamente en su compartimento y salieron con varios ceniceros abarrotados que vaciaron a través de la ventana, sobre el andén. "Así esta mejor", dijo uno de ellos. "Al jefe de estación le va a dar un ataque".

Durante un increíble almuerzo -la tourte depinards et de langoustines (empanada de espinacas y langostinos), le gigotin de lotte au fumet de cresson (filetes de pescado al vapor con salsa de berros) y un Pouilly-Fuisse de 1983 (buen vino)-, los guardias de la frontera italiana revisaron todos los bolsos del tren, esperando encontrar la droga. Pero después de las resacas, ni siquiera quedaban aspirinas, así que se marcharon muy decepcionados.

Pasamos el resto de la tarde escuchando el álbum en grandes altavoces dentro del vagón restaurante, mientras disfrutábamos de una novedad que Supertramp había añadido al viaje: las copas de champán sin fondo. Mientras el tren rugía sobre el escarpado norte de Italia y la lluvia golpeaba las ventanillas, la música jamás había sonado tan bien. Incluso hoy en día, cuando pongo ese disco, cierro los ojos y regreso a aquel tren, aunque nunca haya vuelto a estar tan borracho.

El álbum dejó de sonar cuando llegamos a Venecia al anochecer, una experiencia que todo el mundo debería vivir alguna vez. Subimos en una barca rumbo al Hotel Excelsior, el mejor de la ciudad. Cada habitación costaba trescientas mil liras por noche, lo que por entonces eran unos doscientos dólares, mucho dinero. Al fin y al cabo, si viajas en primera clase, tendrás que hospedarte en primera clase, ¿no?

Un día después me encontraba de nuevo en mi apartamento de París (más pequeño que mi habitación en el Excelsior), preguntándome si todo sólo había sido un sueño. Pero no, una resaca que dura dos días es muy real.

¿Mi próxima misión soñada? ¿Qué tal un viaje a bordo del trasbordador espacial con la tripulación formada por el piloto, Supertramp y un periodista como yo? ¡El menú no sería tan bueno, pero me han dicho que el paisaje es fantástico!