Crítica de David Freeston sobre uno de los dos conciertos ofrecidos por Supertramp en Montreal durante la gira de 1977, publicada en el diario local "The Star".
Supertramp no es una banda con personalidad. Sus fans serían incapaces de distinguir a un miembro del grupo de los demás, o de reconocerles por la calle.
Como mucho proyectan, individual y colectivamente, una imagen ajetreada, lo que sugiere que hacen las cosas de la forma más complicada, y que no tienen preferencia ni paciencia hacia la frivolidad.
Sin embargo, por alguna razón asombrosa, legiones de personas están convencidas de que su música tiene algo de personalidad. El quinteto británico se ha convertido durante el último año en uno de los grupos de rock más populares, apostando por una especie de música basada en los teclados, cuidadosamente entretejida en tres álbumes de un éxito monstruoso.
También se han convertido en una gran atracción sus conciertos. Anoche ellos y su sistema de sonido de 250.000 dólares actuaron en el Forum, y esta noche volverán hacerlo ante otros diecinueve mil seguidores.
Después de una actuación de calentamiento con el dúo británico Gallagher y Lyle, Supertramp entró en escena y se movió entre rugidos atronadores, una galaxia de luces y una profunda clase de éxtasis.
Roger Hodgson a la voz y los teclados, Bob Benberg a la batería, Dougie Thomson al bajo, John Helliwell a los instrumentos de viento y los teclados, y Richard Davies a la voz y los teclados, repasaron su colección de canciones sin perder demasiado el compás.
Parecían serios mientras golpeaban y soplaban sus instrumentos, aparentaban ser versátiles mientras iban de aquí para allá cambiándolos por otros, y sonaban como un grupo de músicos ambulantes fresco y eficaz. Que es exactamente lo que son, ni más ni menos.
Tienen a su favor melodías ocasionalmente atractivas, una facilidad para las letras que añaden a algunas bobadas bien intencionadas, y un dominio absoluto del estilo que transforma los tópicos en "sofisticación sin entrañas".