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Jorge Arenillas, de la revista musical "Rolling Stone", firmó la siguiente crónica del concierto de Supertramp en el Palacio de los Deportes de Madrid durante su gira de 2010.

Es un hecho: las canciones de Supertramp no son atemporales. Ni lo pretenden. Son el sonido de una época y actualizarlas no tiene sentido, al menos para los miles de madrileños de mediana edad que se acercaron anoche al Palacio de Deportes para recuperar sensaciones de otro tiempo. Por desgracia para el promotor, no eran tantos los nostálgicos como para que la pista y la grada lucieran algo más que aparentes. El Palacio multiplica su frialdad industrial cuando una marea humana no tapa sus claros, y estos ayer abundaban.

Los asientos más caros estaban todos vendidos, prueba de que el seguidor actual de Supertramp tiene cierto poder adquisitivo. Algunos incluso habían comprado un ‘golden ticket’, que por 200 míseros euros daba derecho a aperitivos y barra libre (muy deprisa hay que beber para amortizarlo, eso sí). El mayor aliciente de la promoción, sin embargo, era darse el gustazo de esquivar las colas para entrar al recinto, considerablemente largas por la falta de previsión de la mayoría.

Salvo algún chaval con camiseta de Pink Floyd, todos los jóvenes que pululaban por el recinto venían arrastrados por sus padres. También podían verse parejas de treintañeros, la generación de los que crecieron estremecidos por la sonrisa (tipo “payaso de IT”) de la camarera de “Breakfast in América”. La inquietante señora podía aparecer sin previo aviso detrás de cualquier otro vinilo de rock sinfónico o progresivo de la colección de nuestros progenitores.

A las diez menos veinte se apagaron las luces y los músicos aparecieron en el escenario. Con toda parsimonia saludaron al respetable, al menos a la parte de él que podía verlos, porque nadie se molestó en iluminarlos (llevando al extremo la máxima de que Supertramp es un grupo sin cara).

El primer tema, “You started Laughing”, reveló un sonido claro pero de escasa potencia, lo que se corregiría al cabo de unas canciones. No había mucho que mirar en el desangelado escenario, con los nueve músicos repartidos de forma ortodoxa, y concentrados en tocar. Un foco blanco insinuaba el estrellato del teclista Rick Davies, aunque el saxofonista John Helliwell reclamaría su parcela de atención con sus solos distintivos.

Faltaba Roger Hodgson, sí. No era ninguna sorpresa porque hace casi tres décadas que abandonó la banda, pero el tiempo no ha borrado las dudas sobre la legitimidad de estos Supertramp. La discusión es estéril, pues lo que prima en esta banda son las canciones (así lo creerán también la pareja de ciegos que había ayer entre el público).

Y no estamos hablando de reemplazar lo irremplazable, a un animal escénico como Jim Morrison o Freddie Mercury. Pero aquellos están muertos, y Hodgson no sólo está vivo, sino por la labor de reunirse con su ex-grupo para este cuadragésimo aniversario. Davies lo ve de otra manera, y al fin y al cabo, es quien ha mantenido viva la marca Supertramp, así que será lo que él disponga.

La gira lleva apenas dos semanas en la carretera, pero no se observa señal alguna de desacople entre los músicos; y eso que han pasado ocho años desde la última vez que se vieron las caras. Algunos vídeos proyectados tras la banda ayudan a disimular el estatismo de ésta. Todas las grabaciones son horteras, pero en especial una que imita los títulos de crédito de una mala película de 007, tal vez de Timothy Dalton.

Durante “Another man´s woman”, un tipo en bañador lee el periódico apoltronado en una hamaca, reproduciendo la portada de “Crisis? What crisis?”, el disco al que pertenece dicha canción. En Madrid el diario era ‘El País’, lo que hizo preguntarse a los espectadores si el caballero sería un español reclutado para la ocasión o un inglés que viaja por el mundo sólo para exhibirse en paños menores en cada concierto de Supertramp.

Era John Helliwell quien conversaba (es un decir) con el público. El portavoz de la banda alabó la comida y el vino españoles y agitó una camiseta del Real Madrid: trucos burdos, sí, pero le funcionaron. No salió tan bien parado cuando intentó vendernos ¡un USB con la grabación del concierto que estábamos viendo!, mientras sostenía el pincho en su mano para asegurarse de que todos lo entendíamos bien. Quizá esta indignidad mercantilista fuera el motivo por el que los parlamentos no corrían a cargo de Rick Davies.

El público no prestó demasiada atención durante el bloque central del concierto, o más bien fue éste el que no logró captarla. “Give a little bit” e “It´s raining again” fueron las excepciones: irónicamente, ninguna de ellas cantada por Davies. El pianista cogería brío más adelante, llegando incluso a darle al taburete la clásica patada a lo Jerry Lee Lewis. Los virtuosismos instrumentales habían anestesiado a la grada de tal forma que pocos se levantaron con “The logical song” y “Goodbye stranger”, a todas luces el momento álgido del espectáculo. Los aplausos, pese a todo, eran vigorosos.

A las once y media estaban de vuelta los músicos para un bis que incluía “School”, “Dreamer” y “Crime of the Century”. Las dos primeras no parecieron entusiasmar, pero el clímax instrumental de la última, al tiempo que en la pantalla se reproducía una animación con la portada del disco (una reja penitenciaria flotando en medio del cosmos), sí lo logró. Los aplausos parecieron no tener destinatario, pues las luces no se encendieron y nadie saludó: extraño final que dejó a la gente desconcertada y quizá un poco molesta.

Los Supertramp de 2010 son una pieza de museo: sus canciones siguen intactas detrás de esa vitrina, pero sólo para el disfrute de los historiadores. A aquellos desprovistos del factor nostalgia les costará que el legado Hodgson/Davies les toque el corazón. Aunque no hay más que repasar la cartelera otoñal de conciertos para comprobar que no son los únicos que viven de rentas lejanas. Consuelo de tontos, pero consuelo al fin y al cabo.