El periodista Jon Pareles, de la revista "Rolling Stone", tuvo la suerte de poder infiltrarse en la familia Supertramp durante la gira de "Breakfast in America"...

Rick Davies está un poco molesto. Antes de llegar al Music Hall para el concierto de esta noche, el cofundador de Supertramp, de 34 años, ha estado buscando entre los discos de jazz y blues de una tienda local. Y de repente, “Breakfast in America”, de Supertramp, ha empezado a sonar por los altavoces de la tienda. “Así que tuve que largarme”, dice agriamente, sin dar ninguna explicación.

Moreno, con algo de tripa y con una nariz aguileña que hace que su cara parezca diferente desde cada ángulo, Davies acaba de tener un comportamiento coherente con esa acción. ¿Se ha marchado de la tienda porque alguien le ha reconocido? “No, no es nada de eso”, dice secamente. “Simplemente no quería escuchar el álbum otra vez”. No sigo haciéndole preguntas. Davies se retira a su ritual partida de dardos previa a cada concierto.
 
En el camerino contiguo, el músico de viento John Anthony Helliwell, de 34 años, repasa una hoja que le acaban de dar con las posiciones en las listas semanales del álbum “Breakfast in America” y su single “The logical song”.
 
Dirigiéndose a una sala llena de técnicos, músicos y esposas, Helliwell, rubio y con gafas, imita su papel sobre el escenario y recita cuidadosamente: “En Inglaterra, número 1... En Holanda, número 1... En Israel, número 2... En Francia, número 1... En Australia, número 1...”. Se reanudan las conversaciones y la gente se va marchando. Para cuando Helliwell llega a “En Estados Unidos, número 1”, su audiencia ha quedado reducida a un puñado de personas. Al fin y al cabo, no hay mucha diferencia respecto a la semana anterior. Helliwell también se dirige a la sala donde están jugando a los dardos.
 
La calma invade los camerinos. Me uno al bajista Dougie Thomson, de 28 años, mientras sube las escaleras hacia el graderío. Ya que este teatro de 4.200 localidades es el único recinto más pequeño que un estadio en el itinerario de Supertramp por Estados Unidos, el peludo y barbudo escocés tiene ganas de explorarlo. Recorremos el pasillo central entre cientos de fans de Supertramp, pero nadie se fija en Thomson. “Odiaría perder esta libertad”, confiesa.
 
Con una mínima repercusión en los medios de comunicación, Supertramp se ha convertido silenciosamente en uno de los grupos más populares del mundo. Su música (auto-bautizada como “sofistirock”) es una amalgama de sonoridades etéreas del “rock arte”, con unos arreglos cuidadosos, generalmente con tempos medios, una batería potente, ráfagas de saxo muy rhythm and blues, golpes secos de piano eléctrico (“manos de martillo”, según lo llama Thomson) y algunos de los “riffs” de guitarra más tenaces del rock, ya sea con la voz más “blues” y nasal de Davies o con la más aflautada e ingenua de Roger Hodgson.
 
Davies y Hodgson comparten todos los créditos de composición, pero quien canta cada canción es un poco más dueño de la misma que el otro. Davies promulga letras de amor o repletas de cinismo, como en “Just another nervous wreck”, mientras que Hodgson escribe sobre sueños o sobre la pérdida de la inocencia, como en “The logical song”.
 
Cuando su tercer álbum, “Crime of the century”, apareció en 1975, Supertramp fue frecuentemente comparado con Yes y con Genesis. Sin embargo, sus verdaderos antecedentes son Procol Harum, Traffic y el dinamismo de discos de los Beatles como “Sgt. Pepper” y “Abbey Road”.
Supertramp es deliberadamente una banda sin líder. La personalidad del grupo es secundaria a las canciones y a los valores de la producción. Su espectáculo de más de dos horas de duración incluye un audio impoluto (el ingeniero de sonido en los conciertos, Russel Pope, incluso aparece en los créditos de los discos) y un material visual muy elaborado (películas, diapositivas y juegos de luces controlados por ordenador).
 
“Siempre ha existido una ligera sensación de paranoia”, admite el representante Dave Margereson. “El sonido y las luces siempre han estado ahí como un pequeño apoyo, aunque ahora un poco menos. Tienes que intentar dejar al público sin respiración”.
 
Ya sea como táctica de distracción o como adorno efectivo, la producción sobre el escenario ha hecho su trabajo. Cuando Supertramp hizo su primera gira por América en 1975, A&M no conseguía vender todas las entradas para teatros de 2.000 localidades. Ahora la banda llena estadios.
 
Mientras tanto, el baterista californiano Bob C. Benberg, de 30 años, insiste: “Valoro mucho mi anonimato”. Desde hace tiempo tanto él como los demás miembros del grupo han huido del auto-bombo. “No tenemos imagen ni nada de eso”, dice Davies con tranquilidad.
 
Supertramp tardó más de media década en ser fabricado. A finales de los años 60 Davies vivía en Munich, donde tocaba la batería en grupos como The Lonely Ones y The Joint. Actuaciones en clubes y en las bandas sonoras de algunas películas apenas les permitían pagar el alquiler, y Davies estaba casi arruinado cuando, según cuenta, “alguien nos habló de un hombre rico que estaba interesado en patrocinar grupos de música. Yo pensé que aquello era un sueño imposible, sobre todo cuando nuestro ‘contacto’ desapareció durante un mes. Pero una noche regresó junto a Sam”.
 
Sam (Stanley August Miesegaes) resultó ser un joven y pulcro millonario holandés que estaba dispuesto a patrocinar a The Joint. Y después de que el grupo se separase en 1969, decidió respaldar a Rick Davies por su cuenta.
 
“Yo estaba convencido de que Rick tenía muchas cosas que ofrecer”, explica Sam al teléfono desde París. “Y él era un baterista fantástico. Un día, cuando The Joint estaba ensayando su dueto de batería, su compañero se levantó de repente y se marchó gritándole a Rick: ‘¡Tú tocas mucho mejor la batería que yo!’. Pero para Rick no era suficiente tocar la batería, así que yo le animé con el piano”. Rick empezó a aprender cosas de blues y boogie-woogie (“porque eran fáciles de tocar”, dice Sam) e hizo sus primeras tentativas como vocalista.
 
Todavía bajo la tutela de Sam, Rick regresó a Londres y puso un anuncio en las publicaciones musicales (titulado “oportunidad única”) para formar una banda que se llamaría Daddy. Una de las respuestas llegó de un joven recién salido del internado cuyo nombre era Roger Hodgson. “Mi madre se estaba hartando de tenerme en casa”, dice Hodgson, “así que vio ese anuncio y me obligó a contestarlo”.
 
“Roger fue el catalizador”, dice Sam, “y yo me dije a mí mismo: ‘por fin Rick ha encontrado a su pareja’. Ambos eran muy independientes uno del otro, pues procedían de mundos diferentes. Rick venía de la clase obrera y Roger de la escuela privada. Pero en cuanto tuvieron un poco tiempo para conocerse, formaron su propia síntesis”.
 
Hodgson, de 29 años, es el naturista de Supertramp. Tiene el pelo largo, ojos claros, barba a mechones y va vestido (tanto dentro como fuera del escenario) con sandalias, pantalón indio de algodón y camisa campestre. Parece apartado del mundo incluso estando inmerso en una gira de una banda de rock.
 
El y Davies son extrañamente complementarios. En los discos de Supertramp, el cinismo de Davies es contrarrestado por el optimismo de Hodgson. “Musicalmente y a un nivel más profundo de sensibilidad, Rick y yo estamos muy unidos y cada uno sabe en cada momento qué es lo que está pensando el otro”, observa Hodgson. “Aunque no nos comunicamos muy bien a nivel verbal. Yo tomé ácido y él no, y yo pasé de ser un ingenuo escolar a ser un ingenuo aprendiz de la vida”.
 
Paradójicamente, Hodgson es también el perfeccionista dentro del grupo. “Nos conocen por eso”, dice encogiéndose de hombros. “Pero coincido con los críticos en que a veces somos demasiado impecables, pues eso conlleva perder cierto componente humano. Por ejemplo, nuestro primer álbum es el más ingenuo de todos, y es probablemente mi disco favorito. Me encanta esa inocencia”.
 
Ni Hodgson ni Davies son los responsables del nombre del grupo. Daddy fue rebautizado por el saxofonista original, Dave Winthrop, que era un fan del expresivo libro “Autobiografía de un supervagabundo”, de W.H. Davies (nada que ver con Rick). “Supertramp” e “Indelibly stamped”, grabados en 1970 y 1971, fueron discos de formación. Davies y Hodgson todavía no habían ensamblado una banda compacta, y sus bien construidas canciones acabaron resultando adaptaciones poco originales.
 
Después de “Indelibly stamped”, Sam dice que él y Supertramp “se divorciaron el uno del otro”. Como regalo de despedida, Sam absolvió al grupo de la deuda de cien mil dólares que tenían con él en concepto de costes de equipo y de grabación. “Yo había estado preguntándome cuándo llegaría ese momento”, dice Davies. “Y cuando llegó el telegrama de Sam diciendo que no teníamos que pagarle nada, fue uno de los días más felices de mi vida”.
 
A la vez que Rick estaba arruinado, “Indelibly stamped” se quedó en nada y el grupo se separó. Una vez más, Hodgson y Davies empezaron a buscar músicos, aferrándose al nombre que ya se había hecho la banda. “Yo sólo sabía una cosa”, dice Davies. “No quería volver al mundo real”.
 
“La vieja banda estaba tan acabada que yo no les habría dado un penique si me lo hubieran pedido”, dice Derek Green, director de representantes de A&M Records en Inglaterra. “Un año después habrían llegado a estar por los suelos, pero por entonces todavía había brillo en sus ojos”.
 
En aquel año, 1973, Supertramp estableció su actual configuración de cinco músicos, preparó la mayor parte del material para “Crime of the century”, “Crisis? What crisis?” y “Even in the quietest moments”, y estableció un bastante poco habitual “modus operandi”.
 
El bajista Dougie Thomson superó una audición y casi inmediatamente se hizo cargo de la representación del grupo. Thomson se trajo consigo a Helliwell, que tocaba el saxofón junto a él en la banda británica de rhythm and blues Alan Bown, y el baterista Bob C. Benberg llegó procedente de un grupo de rock que tocaba en pubs llamado Bees Make Honey.
 
“Fue difícil dejar aquella banda”, dice Benberg, “porque los Bees eran muy populares y a Supertramp no le iban demasiado bien las cosas. Pero ellos tenían su propia filosofía: no estaban dispuestos a salir adelante sudando la gota gorda a base de tocar en clubes. Si no conseguían el éxito haciendo lo que querían, entonces no conseguirían el éxito. Y yo creo que aquella era una actitud excelente”.
 
A&M les proporcionó una granja del siglo XVII en Somerset llamada Southcombe. Había rosas a la entrada, una chimenea, el espacio adecuado para ensayar, unos cuantos supuestos fantasmas y ninguna distracción. “Era la forma más barata de preparar un álbum”, admite Margereson, que por entonces trabajaba para A&M en Inglaterra. “El alquiler costaba sólo cuarenta dólares a la semana, y eso era también lo que cobraban como salario los miembros del grupo. Pero allí se creó una cierta sensación de magia”.
 
Supertramp emergió de Southcombe como “una fuerza totalmente unificada”, según Derek Green. La vida en aquella comuna había fraguado un alma para la banda y había perfeccionado la colaboración entre Davies y Hodgson. Con el productor Ken Scott, el grupo grabó lo que muchos creen que es el álbum definitivo de Supertramp, “Crime of the century”, que fue dedicado a Sam. El disco fue un éxito inmediato en Inglaterra y en Canadá, pero el grupo no conquistó Estados Unidos hasta 1977, cuando fue publicado su quinto álbum, “Even in the quietest moments”.
 
“En la época de ‘Crime of the century’”, continúa Green, “ellos dijeron: ‘lo que queremos es crear el Estado de Supertramp, y viajar con él por todo el mundo. Tendremos nuestras propias leyes, nuestras propias costumbres, nuestro propio código moral...’. ¡Y lo han conseguido! Tienen una isla de gente, o un ejército, o una familia, o como quiera llamarse. Es el concepto hippy llevado a la locura”.
 
¿Qué es eso que está sonando? Estoy entre bastidores del Spectrum de Filadelfia durante unas pruebas de sonido, y oigo un lamento parecido al de unos conejillos de indias que están sufriendo una tortura lenta. Davies se dirige a mí en tono guasón: “¡Esa es tu parte!”.
 
Esta noche voy a unirme a la familia Supertramp. Hasta cinco miembros del equipo de la gira se convierten en “trampettes” cada concierto para cantar los coros de falsete en el tema “Hide in your shell”, y este primer (y último) ensayo es básicamente para ajustar los niveles. Corro hacia el escenario e intento aprender la letra leyendo los labios de mis compañeros “trampettes”, pero no funciona.
 
Hodgson me arrincona de camino a los camerinos: “¿Te has aprendido el texto?”, me pregunta. “No exactamente, pero sólo es una frase repetida tres veces, ¿no?”, le contesto. “En realidad son unas palabras bastante sutiles. Le pediré a Van que te las enseñe”. Van y yo nos retiramos a una sala llena de fundas de instrumentos. El anota esas palabras en una hoja de mi libreta y yo le prometo aplicar mis poderes mnemotécnicos.
 
El uniforme de los “trampettes” para esta noche consiste en smoking, sombrero de copa, bastón y capa. Yo nunca he ido vestido así jamás, pero tal vez el hábito hace al monje... Siempre he querido hacer mi debut como cantante en un estadio de 15.000 localidades abarrotado y acogedor. Mnemotecnia, mnemotecnia...
 
Por fin llega nuestro turno. Otros tres “trampettes” y yo recorremos el estrecho pasillo hasta el escenario. Mientras llegamos a nuestra plataforma, Helliwell me mira, hace un gesto con las cejas y sonríe.
 
Yo miro hacia el público y puedo distinguir con claridad a tres chicas que están al borde del escenario. El resto es oscuridad. Cantamos nuestra parte, sin desafinar demasiado, saludamos al público quitándonos el sombrero y abandonamos el escenario. Más tarde descubriré que ni siquiera el ingeniero de sonido me había reconocido. Sólo he sido una superestrella anónima más...